domingo, 16 de mayo de 2010

“Dos veces intentó quitarse la vida, un arma afilada fue su cómplice”

Carmen Chávez, se encuentra sentada en una cama de Solca (Sociedad de Lucha Contra el Cáncer del Ecuador), con su bata blanca, sus pies descalzos y sus ojos que se queman en un rojo intenso por el dolor. Comparte el cuarto con dos chicas más, Adriana y Paola, ambas están internadas desde hace ya cuatro meses.

Un televisor Sony de color negro es el objeto que atrapa las miradas de las tres chicas. Carmen fue diagnosticada con un tumor sólido hematológico, también llamado Linfoma, hace un año. Los doctores, altos y barbudos, salvaron su vida en una operación que duro más de ocho horas, en donde le colocaron un imán que está conectado a su corazón.

El lugar favorito de Carmen es el cuarto de juegos, le chispean los ojos de la felicidad cuando mira las caricaturas de personajes de Disney alojados en la pared. Tres mesas redondas, un coche de color azul con una rueda rota, un reloj rosado sin manija, y un letrero que dice: “Por favor: dejar el material en su lugar. Gracias”, hacen de este cuarto un lugar acogedor para ella.

Después de una hora intensa de juego y lectura, sus manos y pies están cansados y está lista para volver a su cuarto. La angustia y el miedo la comienzan a invadir, al ver que las enfermeras miran asombradas los resultados de sus últimos exámenes. Levanta sus sabanas, se acuesta en la cama y cierra sus ojos para tranquilizar sus nervios.

Recuerda el día en que se enteró que tenía un tumor, sus emociones estallaron y deseo con todo su corazón la muerte. “Es una mierda esta vida, solo hay dolor y malas noticias”. Su mente comenzó a construir un muro que la alejaba de las personas. Carmen se convirtió en una sombra de depresión. Dos veces intentó quitarse la vida, un arma afilada fue su cómplice.

Adriana tiene diecisiete años, lleva un pañuelo violeta con perlitas en la cabeza. Una chica de sonrisa carismática, sin miedo a lo que le depara. Carmen mira cuando Adriana abre una gran caja roja y saca sus medicamentos, son muchos y para diferentes funciones.

Ambas han aprendido a comprenderse, siempre hay una que le da ánimos a la otra. No se dejan caer, el tratamiento es largo y duro, se necesita de mucho valor y coraje para estar en medio de esas tristes cuatro paredes.

Jaqueline Días, una enfermera alta y delgada, entra al cuarto. Coloca sobre la mano pequeña e hinchada de Carmen dos pastillas. “Tómatelas” le dice mientras que le entrega un vaso de agua. Carmen extiende su mano, mete las pastillas en su boca y con un gran sorbo las traga. Levanta la quijada y mira hacia arriba. “Dios ayúdame”.

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